Sara y yo vamos al parque juntas una tarde cualquiera. Ella, confiada, me asegura que puede pasar el pasamanos sin mi ayuda y de una sola vez. Yo, de inmediato, recuerdo que el pasamanos era mi tormento en el colegio. Que nunca, nunca, nunca pude pasarlo. Recuerdo el dolor en las manos, los brazos que no me daban más, la caída irremediable a la mitad, la vergüenza, el miedo.
Le pregunto a Sara: "Hija ¿estás segura?" y ella, parece leer con su mirada mis sentimientos, mi miedo, mi duda. Yo dudo y ella también duda. Y sólo segundos después, ya no parece tan resuelta y comienza a mirar el pasamanos como un desafío. Yo la afecto, mi experiencia de hace 25 años la afecta hoy. Y decide mejor jugar a otra cosa. Se baja del pasamanos. Ni siquiera lo intenta.
Yo quedo muda. Mi cabeza sólo se pregunta: ¿qué diablos pasó aquí?, ¿qué es esta trasferencia de sentimientos, de inseguridad, así, prácticamente de la nada?, ¿cómo de repente abandona su reto favorito en el parque con una actitud difícil de reconocer en ella?
Y pienso en la inseguridad y en su efecto contagioso que encadena temores, nervios, dolores, a través del tiempo y de la generaciones. Pienso en la confianza que necesitamos todos para atrevernos, para dar un pasó más, para arriesgarnos y seguir adelante. Pienso en cómo buscamos seguridad en las personas que queremos y admiramos; y en cómo a todos nos pasa muchas veces igual que a las dos en el parque cuando sentimos que los demás dudan de nosotros y nos niegan un merecido voto de confianza.
Pienso en la reacción en cadena de los sentimientos y en que nuestros hijos merecen que los contagiemos, principalmente de confianza, de seguridad, de ganas, de alegría, de energía, de arrojo, de poder, de humildad, de amor. El mundo y nuestros hijos no merecen menos.
Entonces, otra tarde cualquiera volvemos al parque. Y Sara, ante el pasamanos me mira y yo sólo sonrío. Sonrío tranquila, olvidándome de mi, de mis miedos, dejando que ella viva su experiencia sin tener nada que ver con la mía, confiando en que lo logrará y en qué si no lo logra, igual puede volver a intentarlo 1.000 veces más. Segura de que ella sabe lo que hace, que es fuerte, que tiene lo que se necesita. Que está en control de si misma. Me suelto y ella, sabia, me sonríe de vuelta y se lanza. Reacción en cadena. Maravillosa reacción en cadena de libertad, confianza y amor.
Yo quedo muda. Mi cabeza sólo se pregunta: ¿qué diablos pasó aquí?, ¿qué es esta trasferencia de sentimientos, de inseguridad, así, prácticamente de la nada?, ¿cómo de repente abandona su reto favorito en el parque con una actitud difícil de reconocer en ella?
Y pienso en la inseguridad y en su efecto contagioso que encadena temores, nervios, dolores, a través del tiempo y de la generaciones. Pienso en la confianza que necesitamos todos para atrevernos, para dar un pasó más, para arriesgarnos y seguir adelante. Pienso en cómo buscamos seguridad en las personas que queremos y admiramos; y en cómo a todos nos pasa muchas veces igual que a las dos en el parque cuando sentimos que los demás dudan de nosotros y nos niegan un merecido voto de confianza.
Pienso en la reacción en cadena de los sentimientos y en que nuestros hijos merecen que los contagiemos, principalmente de confianza, de seguridad, de ganas, de alegría, de energía, de arrojo, de poder, de humildad, de amor. El mundo y nuestros hijos no merecen menos.
Entonces, otra tarde cualquiera volvemos al parque. Y Sara, ante el pasamanos me mira y yo sólo sonrío. Sonrío tranquila, olvidándome de mi, de mis miedos, dejando que ella viva su experiencia sin tener nada que ver con la mía, confiando en que lo logrará y en qué si no lo logra, igual puede volver a intentarlo 1.000 veces más. Segura de que ella sabe lo que hace, que es fuerte, que tiene lo que se necesita. Que está en control de si misma. Me suelto y ella, sabia, me sonríe de vuelta y se lanza. Reacción en cadena. Maravillosa reacción en cadena de libertad, confianza y amor.