Tengo claro que los niños son niños y que gracias a eso las travesuras están aseguradas. Y aunque ya estoy bastante acostumbrada a las caídas y golpes que Sara se da a diario, cada vez que ocurre algo más allá de las pilatunas normales, no puedo evitar que mi cabeza se inunde de manera instantánea de miedos. Los miedos... esos mismos que me atormentaron durante los dos primeros meses de mi vida como mamá. Recuerdo que en medio de la avalancha de hormonas y de cambios, los miedos me acosaban. Se ocultaban detrás de cualquier cosa, para asustarme, permanentemente y sin tregua. Eran miedos de todo tipo y clase. Miedo a que se ahogara, a que dejará de respirar, a que no comiera lo suficiente, a que tuviera cólicos, a que se enfermara, a que se me resbalara durante el baño,...miedos a herirla, a perderla. Y ahora, que ya esta grandecita, que dice varias palabras, que camina, que hace mil y una travesuras, los miedos vuelven irremediablemente.
El lunes salí para mi clase de pilates como todos los días. Llegué me relaje, y me concentré en mi respiración. Extrañamente olvidé poner el celular en silencio como siempre lo hago. Sólo habían pasado 15 o 20 minutos cuando timbró. Y yo, que siempre lo ignoro cuando suena en medio de la clase, sin dudar, me levanté a mirar de quien era la llamada. Mi primer impulso fue ignorarla, para que el celular dejara de timbrar, pero de pronto caí en cuenta que era de la casa. Me pareció muy extraño que la niñera me llamara. En los 12 meses que lleva cuidando de Sara, una o dos horas al día, nunca me había llamado. Tuve la certeza de que algo había pasado. Sentí como los miedos comenzaban a desperezarse, abriendo los ojos, estirando los brazos y asomándose tímidamente de donde habían estado escondidos, descansando, todo este tiempo. Me llene de adrenalina, pero mantuve, con mucho esfuerzo, la calma. Llamé a casa y cuando me contesto la niñera, visiblemente (o más bien audiblemente) nerviosa y asustada me contó que Sara se había encerrado con seguro en la alcoba principal y que no podía sacarla. Yo solo atiné a decir "Ya voy para allá" y salí corriendo como loca, mientras los miedos taladraban mi cabeza. Me la imaginaba llorando a grito herido dentro del cuarto. Pensaba en los peligros del baño, la tina, la ventana, la cama....En 5 minutos estaba en casa. Y efectivamente, como mi esposo ya había vaticinado, Sara, jugando, cerró la puerta detrás de la niñera y acto seguido oprimió el botón del seguro. Intentamos abrirla con todo lo que se nos ocurrió, mientras el cerrajero venía en camino. Yo sentía que la cabeza me iba a explotar y Sara, en el interior del cuarto, hablaba solita, se asomaba por debajo de la puerta pero no lloraba. No quedaba más que guardar la calma y esperar. Los miedos seguían apoderados de mis pensamientos. La niñera le hablaba y le daba indicaciones para que abriera la puerta. Sara, como si no fuera con ella jugaba y hablaba sola por todo el cuarto. Por fin, después de 40 minutos eternos llegó el cerrajero. En 5 minutos había abierto la puerta y la tranquila Sara, para la que todo el momento no había sido más que un divertido juego, ya estaba afuera en mis brazos.
Como siempre me pasa, después de que este tipo de episodios están resueltos, los miedos me destruyen. Me toman como si fuera un saco de box y me golpean. Mi mente, gracias a su efecto, se vuelve un remolino de malas ideas, de todo lo trágico que hubiera podido pasar, de culpa, de malas posibilidades. Quedo agotada y exhausta debido a una incontrolable paliza de malos pensamientos. Por fortuna, el tiempo pasa y los miedos se cansan, entrando de nuevo en stand by, dándome un espacio, un respiro, dejandome volver a la normalidad.