Mañana cumplo años. 35 años para ser exacta. Y tengo que reconocer que me aterroriza un poco crecer y volverme mayor. No por las arrugas, ni por los kilos de más o las canas. No. Más bien por el tiempo que pasa tan rápido, por la vida que avanza y que, con el tic tac del reloj, se acorta.
Me parece que la vida es muy corta. Eso es lo único que pienso desde que, hace unas semanas atrás, caí en cuenta de que ahora sí soy una mujer adulta. Ya no tengo que jugar más a ser adulta. Resulta que ahora sí lo soy, lo siento y sé que lo soy. Y con esta adultez, a la que aún no me acostumbro y que, irónicamente, me parece bastante prematura, llegan claridades y certezas inesperadas, dudas y anhelos ocultos, deseos de explorar y de arriesgarme, ganas de vivir con más intensidad, simplemente por que la vida es un milagro inmenso y finito.
Así que la víspera de convertirme en una mujer de 35 años, con la pensadera activada y el corazón pleno, tengo solo razones para celebrar, para recordar, para avanzar, para crecer, para seguir sintiendo con intensidad, para llorar, para sufrir, para darlo todo, para ponerme al límite, para descubrir, para ser la de siempre, para ser mucho más, para disfrutar, para fracasar, para sufrir, para hacer solo lo que quiero, para obligarme a hacer lo que debo, para sorprenderme, para añorar, para bailar y cantar, para aprender, para enseñar, para desear, para amar, para vivir. Para ser quien quiero ser. Para ser feliz.
Felices 35 a la mujer que soy y a la mujer que fui.
Felices 35 a la mujer que soy y a la mujer que fui.